Este restaurante es uno de los secretos mejor guardados por los amantes de la gastronomía gijonesa. Se encuentra escondido en el barrio de Contrueces, alejado del centro.
El dueño es Adolfo que aprendió el oficio en el recordado Casa Víctor (Vitorón) y, tras alguna experiencia frustrada, ha sabido captar a un público exigente gracias al boca a boca. Está siempre lleno sin anunciarse en ningún medio.
La clave está en la calidad del producto que sale de la cocina a la mesa. No hay expositor de mariscos y pescados pero te puedes fiar de las recomendaciones.
Ensalada de bugre, bocartes, calamares frescos o chipirones de potera para abrir boca son acierto seguro.
Suelen tener una de mis debilidades: las cocochas de merluza al pil-pil. Las bordan. Si os gustan, avisad al reservar la mesa.
Siempre hay excelentes pescados para elegir: merluza, salmonete, San Martín, rey…
Es interesante dejar un hueco para rematar de postre con las milhojas de fresa o mango.
Siempre tienen buena sidra pero en el comedor no la escancian.
A veces se ven desbordados con el local lleno porque es un servicio familiar pero merece la pena esperar.
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